El valor de predicar: consejos para un amigo predicador. Parte I
El encuentro
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Caballero 37
Mi querido amigo Samuel, me lleno de gozo al enterarme de que acabas de comenzar
la dura pero reconfortante tarea de predicar la Palabra de Dios. Por esto, hoy
quiero empezar a escribirte, no como quien está por encima de ti dándote órdenes,
sino como un amigo que camina contigo; es decir, te escribo como compañero de
lucha, como caminante del mismo camino, como el que ríe con el mismo chiste, o
como el que sufre tu mismo sufrimiento. Lo que de aquí en adelante te diré es
lo que he vivido en mi tarea como predicador, lo que he aprendido cuando
enseño, lo que he descubierto en mis largas horas de estudio, lo bueno y lo
malo que he visto en mis enseñadores; pero sobre todo, estos consejos intentarán
reflejar el encuentro vivo con el Dios del texto inspirado. Te escribo con temor
a parecer orgulloso, arrogante o presumido, al decir que tengo en mi mano “la última
Palabra”, esa Palabra que no me pertenece, que no está a la venta, que no es manipulable;
la Palabra de Dios que se convierte en “Palabra última”, en la Palabra de las
palabras.
Hoy no te hablaré de
métodos, aunque sí lo haré después. Quiero hablarte de lo que creo, pues todo
predicador debe comenzar con un encuentro. El evangelio de Lucas nos narra la
historia de dos discípulos desesperanzados, frustrados y desorientados (Lc
22:13-33). Ese estado emocional fue causado por una interpretación teológica
parcializada. Ellos creían en la “teología oficial” respecto al Mesías; un
líder en términos meramente políticos que derrocaría a Roma y traería consigo
la reivindicación política de Israel en su tierra, Palestina. Así, tierra,
templo, ley, pueblo y Mesías serían el cumplimiento de largos años de espera. Por
eso ellos exclamaban con desencanto “¡nosotros esperábamos…!”, demostrando con
esto que ya todo estaba perdido. Así, cuando el espectáculo grotesco de la cruz
termina, cuando las lámparas se han apagado, cuando la tarde se despide al ver
llegar la noche que le relevará en el siguiente turno de la jornada, los dos
discípulos van de Jerusalén a Emaús. Son once kilómetros para hacer remembranza
del dolor y la tragedia. El maestro ha muerto, y con él, la esperanza. Este es
un ejemplo claro de cómo nuestra teología influye en nuestros estados de ánimo.
En el recorrido, de repente se une un caminante,
alguien que al parecer ‘vive en las nubes’, pues no está al tanto de lo que ha
ocurrido; no sabe lo que pasó en Jerusalén. El aparente “provinciano” no se
percató de lo que había sucedido ese fin de semana en la capital. Ellos le
cuentan con dolor sus dolores. Pero, de repente, el forastero desinformado
resulta saber más que sus informantes. Ellos habían sido tardos para entender
el mensaje de los profetas acerca del Mesías. “La respuesta del extraño
consiste en contar el relato de manera diferente y mostrar que dentro de los
precedentes históricos, las promesas proféticas, y las oraciones de los
salmistas subyace un tema y un patrón constante que hasta ese momento no habían
percibido…el problema era que habían contado y vivido un relato equivocado”[1]. Allí
les interpreta, entonces, las Escrituras. No toma una parte de ellas o un
versículo, sino que busca el sentido de “toda” la Escritura (“Moisés y los
profetas”), y lo aplica a su experiencia (22: 26, 27).
Así, el forastero les dice
a sus acompañantes que la Escritura debe ser leída en clave cristológica. Cuando
ya les ha sido revelado el sentido de todo, ‘miran hacia atrás’ y comentan la
emoción que sentían cuando el mismo Señor les explicaba la Escritura. No es la
novedad lo que genera tanta emoción; es simplemente que la Escritura ha sido leída
e entrepretada a la luz de la obra de Cristo. Ahora regresan inmediatamente a
Jerusalén. Once kilómetros de vuelta, ya no para narrar sus tristezas, sino
para contar su buena nueva. Ya no relatan tristezas; ahora cuentan y celebran
la esperanza. Y es que solo un encuentro
tan especial puede hacer que situaciones y lugares que habían significado
tristezas y angustias, se conviertan en espacios de celebración. Solo un encuentro tan significativo puede
convertirnos en comunicadores del evangelio.
Nota, Samuel: lo que los discípulos tienen con el
forastero es una clase de Hermenéutica[2]; pero
no de manera tradicional, sino a manera de encuentro.
Es por esto que la experiencia fundamental y vocacional de todo predicador no comienza
en un salón de clases ni con un texto de Hermenéutica; comienza con un encuentro vivo, relacional y existencial
con el Señor resucitado; no solo aquel que nos encuentra con su gracia en
nuestros ‘caminos a Emaús’, sino también el Señor de quien el texto de la Escritura
testifica, no como una ‘nota de pie de página’ sino como su tema fundamental.
Recuerda: la Palabra es necesaria; pídela a gritos, como un bebé pide su
alimento. La Palabra es luz: no la apagues; déjate guiar por ella. La Palabra
es espada o herramienta de combate y no un accesorio: úsala. Pero sobre todo,
la Palabra es Cristo: vive para él, ¡déjate encontrar por él! Continuará…