Jesús: encuentro y crisis (2)
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Caballero181
Pablo también (Saulo en hebreo) experimenta su crisis en “el camino a
Damasco”, cuando iba en busca de cristianos para asesinarlos creyendo que hacia
la obra de Dios. Allí, en el camino, se encontró con su perseguido y cayó a
tierra. Jesús se le presenta como la “victima” (“Yo soy Jesús a quien tu
persigues”) de la persecución paulina, Jesús es uno con la comunidad sufriente
y perseguida. Pablo sale de este encuentro reorientado, pasa de perseguidor a
perseguido. Su vocación será una transversada por el sufrimiento no obstante
será un sufrimiento fecundo, como el de su Señor. La voz que lo convoca no le augura
grandes éxitos, por lo menos a la manera del mundo, lo empuja hacia la comunicación
de la fe en el mesías a otros. Tiempo después, escribiendo a sus amigos
filipenses, Pablo confesará que el encuentro con su salvador generó una crisis
tal que todo aquello que lo llenaba, que le hacía sacar pecho, que todos sus
logros y éxitos… los había echado a la canasta de la basura porque había
encontrado un referente mayor de significado para su existencia. Llama la
atención que muchos líderes eclesiales de la actualidad estén reciclando, sacando
de la basura, aquello que Pablo botó: los prestigios personales, los puestos y
cargos eclesiales, los mesianismos políticos, los ascensos ministeriales (comunitarios o personales);
optando así por “una cristología de ascenso y poder” en vez de “una cristología
de descenso y cruz”. Los recicladores están muy contentos viviendo entre su
basural y su montón de desechos.
El joven rico vive su
crisis, quiso esconder su falta de solidaridad y fraternidad en declaraciones dogmáticas
y cumplimientos rituales. Vivía su fe como muchos hoy, en función de la doctrina
y las confesiones “ortodoxas” de fe, muchas veces confesiones denominacionales;
pero no se vive la fe en función de la misericordia y la solidaridad, cayendo
así en una especie de eclesiolatría
y doctrinolatría. Como lo advirtió Juan
Mackay: la doctrina puede convertirse en un ídolo y llevar la experiencia de fe
a una esterilidad, insensibilidad e indiferencia. Así lo dijo: “los que tratan
de vivir de ideas dejan de crecer; pierden carne, pierden sangre, resultando a
la larga seres esqueléticos, esquematizados”[1]. El
joven rico no poseía bienes, los bienes lo poseían a él; no tenía cosas, las
cosas lo tenían. Se sentía cómodo hablando de Dios hasta que la referencia al prójimo
lo incomodaba; hasta que tenía que hablar sobre las consecuencias sociales y
fraternas de sus riquezas y sus bienes. Ante el desafío de Jesús el joven se
fue triste porque no quiso reencontrarse con el pobre, con el necesitado; prefirió
seguir viviendo para mamón, este es el antizaqueo. “No se convirtió al prójimo”,
diría la teología de la liberación. Perdió la oportunidad (por decisión propia
no por elección divina) de experimentar y vivir el reino a plenitud al salir
del “mi” y encontrarse con el “tú”. Como nos lo enseñó la antropología filosófica:
“descubro quien soy descubriendo quien eres”.
La Samaritana por su parte, vivió su crisis al encontrarse
con un hombre, con Jesús, en el pozo aquel a plena luz del día, mientras que el
religioso y teólogo Nicodemo viene a Jesús de noche, esta mujer se encuentra
con Jesús de día. La conversación que genera este encuentro va desarrollando y descubriendo
a ambos personajes, por ejemplo: Jesús inicia siendo solo un judío en medio de una conversación sobre historia de tradiciones
y conflictos étnicos; luego Jesús aparece como profeta a través de un dialogo sobre la vida “sentimental” de su
interlocutora. Ella se siente descubierta por la palabra de Jesús y declara: “eres
profeta”. Jesús es profeta no porque le adivine el futuro a la Samaritana sino
porque su palabra la ha descubierto, la ha desnudado, la ha encontrado. Finalmente,
Jesús es el mesías que discute sobre la “geografía de la adoración”. La mujer
queda asombrada porque se encontró con uno que sabe todo de ella y a pesar de eso la ama. Ella vive su
crisis y sale reorientada; deja su cántaro porque ha encontrado una bebida
superior e invita a los suyos a beber también de esa agua. La mujer no es capaz
de quedarse con la noticia de su “descubrimiento” para ella. La mujer pasa “de prostituta
a evangelista” porque la gracia de Dios en Cristo es más grande que todos nuestros
quiebres juntos y que todos nuestros prejuicios sociales y religiosos.
Y qué decir de aquella mujer que se salvó de ser lapidada
pues fue encontrada en el acto mismo de adulterio (¿y porque no trajeron también
al hombre?). Los religiosos traían la ley en una mano y las piedras en la otra
para acabar con la humanidad de la pecadora. Pero Jesús trabaja desde una lógica
distinta desde la lógica de la misericordia y el amor. No es la misericordia
del “todo se vale” sino la que acoge y abre escenarios para la transformación y
el cambio. La dureza de Jesús no es para la pecadora sino para los religiosos
que se creen libres de pecado. Con la sentencia que les da, deja también descubiertos
sus corazones y con las ganas de apedrear a alguien. El maestro les quita la máscara
que cubría sus rostros. Los ha sacado del anonimato y de la vil complicidad de
grupo para poner a cada uno frente a su propia conciencia. Los obliga a mirarse
dentro, a superar el hábito de mirar siempre los defectos de los otros para
evitar ser interrogados por sus malos procederes. Ella vive su crisis al encontrarse
con Jesús y al escuchar su sentencia: Mujer, yo no te condeno, vete y se libre.
Vuela alto mujer, vuela alto”. Fin. (Déjese encontrar por él, viva su crisis).
[1] MACKAY, Juan A. Realidad e idolatría en el cristianismo contemporáneo.
Kairos-Argentita, 2004, p. 21.