jueves, 27 de noviembre de 2014

Descubriendo el rostro de Dios (2)

Descubriendo el rostro de Dios (2)
Apuntes para una espiritualidad comunitaria y amorosa
1 Jn 4:7-21
convozalta.blogspot.com/Jovanni Caballero 109
Ahora, la fuerza de la prueba del amor de Dios, según Juan,  no es etimológica, sino cristológica (B-B’). No está en la elaboración de un concepto a partir de una palabra,  del término griego para amor por ejemplo usado aquí (ágape), sino en la toma de una decisión concreta, en un momento histórico puntual y con escenarios religiosos y políticos específicos. Dios expresó su amor en un acto concreto de su voluntad; envío a su hijo para la liberación de nuestra condición pecaminosa; de esta manera, la fuerza no está en el sustantivo (amor) sino en el verbo (envió). Juan usa una expresión con una fuerte carga teológica y salvífica en la Biblia: propiciación (v.10). La propiciación o expiación implica encuentro y des-encuentro (Ex 25:17-22; Lv 16). Encuentro con Dios por su iniciativa y des-encuentro con el pecado porque la relación dañada es restablecida. La liberación del pecado hace al hombre depositario del amor divino y lo posibilita para amar. Aunque la idea del derramamiento de sangre para el perdón de pecados, implícita en el concepto de propiciación, pueda sonar repugnante para nosotros hoy, debemos tener en cuenta al menos dos asuntos: 1). En las categorías del AT para este asunto no hay contradicción entre propiciación y amor; 2). La sangre, no es sangre que Dios pide de nosotros, es sangre que el provee para nosotros.
            La prueba reina de que el amor de Dios se ha perfeccionado o está completo en la comunidad Juanina es el hecho de la confianza en el día del juicio porque se vive amando como Dios lo ha hecho (Cp. Jn 13:1; 19:30). Ahora la relación con Dios no se fundamenta en el temor sino en el amor. El temor y el amor son dos realidades excluyentes. Las relaciones de quien ama se basan por consiguiente en la confianza; las relaciones del que  no ama se basan en el miedo, y el miedo de un castigo. De esta manera Dios deja de ser amenaza y también “el otro”. El temor imposibilita el hecho de ser amados, quien teme cierra todas sus puertas y se vuelve ermitaño: las relaciones del temeroso siempre estarán marcadas por la prevención y el proteccionismo. El temeroso tendrá siempre una imagen fragmentada y caricaturizada de Dios y de su prójimo. La iglesia existe por un acto de amor (“él nos amó primero”) y su misión es amar: este es un amor costoso porque implica entrega, renuncia; no se complace con el pecado pero abre caminos para la redención. Pero para comunicar esto necesitamos corregir nuestras ideas de Dios, “necesitamos sentir que Dios nos ama y nos acepta como somos: seres humanos limitados, es imposible alcanzar esta comprensión de la aceptación profunda de parte de Dios si lo concebimos como un gran ojo acusador”[1]. Cuando hablamos del amor y de la misericordia de Dios, debemos entender que Dios ama y perdona de maneras que sobrepasan nuestro entendimiento (Is 55:9-10).
            En el centro de nuestro texto encontramos dos asuntos importantes (C). El primero tiene que ver con la siguiente idea expresada: “a Dios nadie le ha visto jamás” (v. 12a), e inmediatamente continúa “…si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros”. La idea aquí es profunda y revolucionaria, porque el amor se concreta cuando lo vivimos; Dios solo es conocido en la medida en que amamos. Amándose unos a otros la comunidad Juanina va tejiendo, construyendo el rostro de Dios. Lo más parecido a Dios es una comunidad que se construye en amor, allí Dios está presente. Dios permanece, mora, habita en la comunidad, se hace presente por su Espíritu. La señal que la habitación recíproca, moramos en él y él en nosotros, es que nos ha dado su Espíritu (v.13). Este lenguaje es el lenguaje de la alianza de la cual habló Ezequiel: “Y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Ez 37:27). Esta alianza iría acompañada del don del Espíritu puesta en el corazón de los creyentes (Ez 36:26-27); y en los días de su cumplimiento, los días de la Iglesia, el don del Espíritu confirma esta reciproca comunión entre Dios y el cristiano. San Agustín afirmó: “interroga tu corazón: si estas lleno de caridad, tienes en ti el Espíritu de Dios”.
            Es curioso que todo este texto aquí estudiado, se encuentra en medio del llamado a creer y a confesar a Jesús el Señor (4:2;5:1), que tenía que ver en primer lugar con, en contraste con los gnósticos, el hecho histórico de la encarnación. Pero también creo que el texto nos invita a evitar la tentación de quedarnos simplemente en la mera confesión y afirmación doctrinal y racional. Los gnósticos afirmaban que conocían a Dios mediante el esfuerzo de la razón. Diríamos hoy conocer a Dios con la cabeza, con la mente. Esta es una característica típica de la filosofía griega, pero para el pueblo de Dios conocer significa experimentar concretamente. El conocimiento se da por el contacto, por el encuentro y la confrontación. A Dios se le conoce por la razón y por la emoción de experimentarle en la comunidad de fe. A la luz de esto es inconcebible la idea posmoderna, confesada por algunos sectores de la iglesia, que dice “que el mundo ama a Dios, pero que mira con sospecha a la Iglesia”. Esto merece una reflexión profunda desde la misiología y la evangelización contemporáneas. Pero el texto nos invita a revisar las lógicas internas del poder en la iglesia, la forma en la que la iglesia está siéndolo. Parece ser que las relaciones no están mediadas por el poder del amor sino por el amor al poder. Dios y el otro se han instrumentalizado, necesitamos seguir tejiendo el rostro de Dios a la manera de Juan. Fin.


[1] BAKER, Marcos. ¿Dios de ira o Dios de amor? Kairos-Buenos Aires, 2000, p 32. 

jueves, 20 de noviembre de 2014

Descubriendo el rostro de Dios (1)

Descubriendo el rostro de Dios (1)
Apuntes para una espiritualidad comunitaria y amorosa
1 Jn 4:7-21
convozalta.blogspot.com/Jovanni Caballero 108
Al usar el término “rostro” estoy haciendo referencia a la forma en la que Dios se presenta. La Biblia presenta varios rostros de Dios, podemos decir que el Dios de la Biblia es más bien polifacético, escoge revelarse de distintas formas, es variado, no le gusta la monotonía y la rutina. A estos rostros les podemos llamar también imágenes o metáforas. Sin imágenes de Dios el hombre no podría acoger la presencia de la que vive. Pero no debemos olvidar que todas las imágenes o rostros que establecemos, hasta las más elevadas, son solo símbolos y lenguaje insuficiente para la realidad a la que se refieren.  Frente a esto, tenemos siempre la necesidad de decir como el maestro Eckhart: “Dios mío, líbrame de mi Dios”[1]. Pablo, el apóstol, afirma de manera rotunda que en Cristo Dios da la cara (Col 1:15). Nadie puede acusar a Dios de jugar al escondido, él se ha manifestado con un rostro concreto, objetivo y preciso en el nazareno aquel que caminó las polvorientas veredas de la Palestina de su tiempo y terminó, como un anticlímax divino, en una cruz. Esta vez no ahondaré en las imágenes paulinas de Dios, sino que trabajaré esta propuesta a partir de uno de los tantos desafíos que nos hace Juan en su primera carta. Hablaré de la forma en la que el desafío del amor a la comunidad Juanina le permite ir tejiendo el rostro de Dios.
            Es necesario aclarar, dada ya nuestras concepciones amañadas del amor, que en Juan, como lo apreciamos en el resto de la tradición epistolar, el amor es el lenguaje del pacto o la alianza. Cuando los autores del NT hablan del amor su referente inmediato es el AT con sus grandes relatos del amor de Dios por Israel (Dt 7:2-4; Salm 136). El AT presenta a Dios enamorado, sufriendo los desamores y queriendo tercamente a su pueblo. El NT es claro en afirmar que la expresión cumbre del amor de Dios por Israel y el mundo se dio en una cruz (Jn 3:16). Ahora, volviendo  a nuestro texto, quisiera sugerir para esta reflexión una estructura concéntrica, así:
                                               A. Amaos unos a otros, vv. 6-7.
                                                    B. La prueba del amor divino, vv. 9-10.
                                                          C. La permanencia, vv. 11-16.
                                                    B’. La prueba del amor divino, vv. 17-19.
                                               A’. Amaos unos a otros, vv. 20-21.
Juan, se presenta en el prólogo de su primera carta (1:1-5) como alguien que ha visto, ha oído, ha tocado; se presenta como testigo ocular y presencial de las cosas que cuenta, de los asuntos que narra. Renuncia a la “cristología aséptica” de los gnósticos y de muchos cristianos en la actualidad que han optado, como lo afirma González, por una “cristología muy espiritual”[2]. El llamado al “amor mutual” (A-A’) se centra en la experiencia de haber conocido a Dios con el resultado de no desconocer al “otro”, al hermano. Y es que el eje de la experiencia de la fe cristiana está aquí: reconocer a Dios como padre y al otro como mi hermano. Juan expresa que quien dice conocer a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (v. 20). La mentira más grande se da cuando se intenta cultivar la verticalidad divina sin la horizontalidad humana. Ahora, la base para semejante desafío haya su razón de ser en la Escritura. Juan tal vez recuerde el mandamiento de Jesús al resumir la ley y los profetas (Mt 22:37-40): “amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”. No obstante Jesús mismo no afirma nada nuevo, solo recoge las palabras del levítico  cuando afirma el amor al hermano en el marco de la santidad (Lv 19:18).
            Lo anterior conecta con el prólogo, este no es solo arreglo literario, estilístico y pauta hermenéutica, sino también criterio relacional y fraternal: sí Juan renuncia a la “cristología aséptica” de los gnósticos, como ya lo afirmamos, como resultado de esto, renuncia también a la “eclesiología aséptica”. La iglesia es, o debe ser, la comunidad de los “tocables, los audibles y los visibles”. Si Cristo fue una experiencia concreta y relacional, también debe serlo mi hermano y la comunidad cristiana. Para la comunidad Juanina el peligro era “la eclesiología aséptica”, peligro latente hoy y representado en la cultura de la “cibercultura”, a través de las redes sociales. Existe el peligro de volvernos una iglesia “de Facebook”, con relaciones mediatizadas por la pantalla, en donde podemos eliminar lo tosco y lo incómodo con un clic.  Bauman afirma: “Hoy vivimos simultáneamente en dos mundos paralelos y diferentes. Uno, creado por la tecnología online, nos permite transcurrir horas frente a una pantalla. Por otro lado tenemos una vida normal. La otra mitad del día consciente la pasamos en el mundo que, en oposición al mundo online, llamo offline… El futuro de nuestra cohabitación en la vida moderna se basa en el desarrollo del arte del diálogo. El diálogo implica una intención real de comprendernos mutuamente para vivir juntos en paz, aun gracias a nuestras diferencias y no a pesar de ellas”[3].   Continuará.




[1] BERNABÉ, Carmen (ed.). Los rostros de Dios: imágenes y experiencias de lo divino en la Biblia. Verbo Divino-Estella (Navarra), 2013, p 35.
[2] GONZÁLEZ, Justo. No creáis a todo espíritu. Mundo Hispano- El Paso (Texas), 2006, p 45.