Las traiciones de la
memoria (II)
Identidad
fragmentada e identidad recuperada en Santiago 1:19-25
convozalta.blogspot.com/Jovanni Caballero 88
Lo tercero: la persistencia
(v. 25). Esta tercera
parte del proceso es un matiz de la segunda parte; cuando la práctica se vuelve
constante entonces se dice que se ha sido persistente o perseverante. El proceso
que Santiago describe, para recordarlo, es entonces así: sean humildes y RECIBAN la Palabra (déjense seducir por la
voz del padre), hagan de ella el objeto de su PRÁCTICA diaria (para construir
identidad), y PERSEVEREN en ella para alcanzar la dicha o la felicidad (Sal 1:1-2;
Sal 119:1). Esta última parte del proceso hace dos declaraciones frente a la
Palabra: 1). Ella es la ley de la perfecta libertad, viene a traer libertad y a
hacerlos libres de viejas tiranías y esclavitudes; 2). La Palabra trae dicha; así
se pasa del engaño a la felicidad. ¡No se engañen-dice Santiago- sean felices! La
Palabra los introduce entonces en una buena aventura. Tal vez el apóstol tenga
en mente las palabras de Jesús cuando dijo: “antes
bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios, y la guardan” (Lc 11:28). Y
es que, no cabe duda que la predicación y, en términos generales, las palabras
de Jesús son el telón de fondo del mensaje de Santiago.
Es
importante revisar aquí un poco el concepto de Palabra de Dios que tenemos y
que a veces nos es poco atractivo, poco nos seduce, poco nos convoca. Samuel Escobar
dijo que el rescate de la Palabra de Dios de entre las paredes de los templos
medievales y la hipoteca del clero fue el genio del protestantismo. Sin
embargo, poco a poco, la Palabra fue quedando presa nuevamente, ya no en los
templos, pero sin en las escuelas de teología con sus grandes disquisiciones
teológicas; a esto se le llamo el escolasticismo protestante. Existió un
divorcio entre academia y vida cristiana. A la fría ortodoxia responde el
movimiento pietista especialmente con Felipe Jacobo Spener (1635-1705) quien
con su obra “Pía desideria” (Deseos píos), rescata la piedad personal, la
evangelización y el estudio devocional de la Biblia. Lo que creo, dejando de
lado el pasado y regresando al hoy, es que nuestra lectura de la Biblia es un
poco seca y fría; se lee como un texto jurídico o como un manual de conducta
que nos dice lo bueno y lo malo, pero no con la convicción fresca, viva y
experiencial de que Dios nos está hablando; que las Escrituras son su voz seduciéndonos,
llamándonos, inquietándonos a un cambio. Aprendiendo de la historia, sugiero
vivir el espíritu de la reforma, la sola
escritura, con actitud pietista.
Ahora,
hay un sentido en el que la identidad de la iglesia hoy está fragmentada, que
creo era uno de los peligros que Santiago quería evitar, la fragmentación de la
identidad se da cuando se pierde el referente, esto es la Palabra-Espejo. Para
Santiago es evidente que la identidad de la Iglesia esta mediada por un texto;
el de las Escrituras. En consecuencia con esto, cuando la Iglesia deja, se
aleja del texto termina por perder su identidad. Samuel Escobar expresa “un
aspecto fundamental de nuestra identidad evangélica es que el pueblo surge de
la Palabra, por ello se somete a ella”[1]. Sin
embargo hoy enfrentamos otro problema conceptual. La forma particular en la que
se define hoy el concepto de “Palabra de Dios”, para la Iglesia en la historia,
“Palabra de Dios” siempre significó un texto sobre el cual se reflexionaba y se
predicaba: la Biblia. No obstante el concepto hoy ha mutado, y “Palabra de
Dios” es la revelación o intuición del profeta o apóstol de turno. Es evidente
entonces la afectación del individualismo y relativismo posmoderno en este
concepto de la Palabra. El desafío es “volver a las sendas antiguas”, que la
Iglesia vuelva a mirar el texto antiguo y verse reflejada en él. Una Iglesia
que no se mira en el texto o que se mira y se olvida sufre de autoengaños. La
iglesia dejó de ser definida por el texto para ser definida en función de un
líder en particular. García Márquez expresó: “los seres humanos no nacen para
siempre el día que sus madres los alumbran: la vida los obliga a parirse a sí
mismos una y otra vez, a modelarse, a transformarse, a interrogarse (a veces
sin respuesta) a preguntarse para qué diablos han llegado a la tierra y qué
deben hacer en ella”. En este sentido debemos
cuestionarnos, ya a menara individual, sobre lo que somos, y si esto que somos está dado en virtud del texto de la Escritura.
Por otro lado, sería bueno preguntarnos ¿Cuál es la tarea
del predicador la formación de la identidad? Allende nos presenta un personaje,
mujer y madre, cuyo oficio era contar cuentos. “Un mediodía de agosto se encontraba
al centro de una plaza, cuando vio avanzar hacia ella un hombre soberbio,
delgado y duro como un sable. Venía cansado, con un arma en el brazo cubierto
de polvo de lugares distantes y cuando se detuvo, ella notó un olor de tristeza
y supo al punto que ese hombre venía de la guerra. La soledad y la violencia le
habían metido esquirlas de hierro en el alma y lo habían privado de la facultad
de amarse a sí mismo. ¿Tú eres la que cuenta cuentos? Preguntó el extranjero.
Para servirle, replico ella. El hombre sacó cinco monedas de oro y se las puso
en la mano. Entonces véndeme un pasado, porque el mío está lleno de lamentos y
no me sirve para transitar por la vida, he estado en tantas batalla que por
allí se me perdió hasta el nombre de mi madre, dijo. Ella no pudo negarse,
porque temió que el extranjero se derrumbara en la plaza convertido en un
puñado de polvo, como le ocurre finalmente a quien carece de buenos recuerdos. Comenzó
a hablar. Toda la tarde y toda la noche estuvo construyendo un buen pasado para
ese guerrero… y tuvo que inventarlo todo, desde su nacimiento hasta el día
presente… y hasta la geografía y la historia de su tierra. Por fin amaneció y
en la primera luz del día ella comprobó que el olor de la tristeza se había
esfumado. Suspiró, cerró los ojos y al sentir su espíritu vacío como el de un
recién nacido, comprendió que en su afán de complacerlo, le había entregado su
propia memoria, ya no sabía que era suyo y cuánto ahora pertenecía a él, sus
pasados habían quedado anudados en una sola trenza”[2]. La
función del predicador es, como la contadora de cuentos, contar una y otra vez
la historia de la salvación para crear identidad. Cuando la iglesia recibe la
Palabra, la practica y persevera en ella, evita el riesgo de una identidad
fragmentada, y si por algún motivo, en su peregrinaje la identidad se divide (especialmente
en este tiempo en donde la única identidad legítima es no tener identidad) la
Palabra-Espejo traerá restauración. Fin.
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