Jesús: encuentro y crisis
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Caballero180
“Encuentros”, eso es lo que descubrimos en los evangelios. Los
evangelios no son áridos tratados de teología sino relatos de los encuentros
entre Jesús de Nazaret y una serie de personajes de su tiempo y su cultura:
hombres y mujeres; intelectuales y mendigos; reyes, gobernadores y sacerdotes;
judíos, samaritanos y griegos. Ahora, todo encuentro con Jesús generó crisis,
un choque de sabores y sinsabores. Es lo
que Pablo afirmó: “si alguno está en Cristo… es una nueva creación” (2 Cor
5:17). Estar en él, saberse en él, vivir en él; no es solo una experiencia periférica
de cada ocho días sino un cambio central de vida que afecta todo lo que somos. Veamos. 1). En la sinagoga quisieron apedrear
a Jesús porque este olvidó, intencionalmente, en su lectura de Isaías hacer mención
del “día de la venganza” asunto importante para su credencial mesiánica y los ánimos
nacionalistas de su tiempo. Jesús solo anuncio desde el viejo texto de Isaías “la
novedad del año de gracia”, optando así, para sus escuchas, ser un predicador “exegéticamente
incorrecto”. Quisieron “vengarse” del
predicador porque este no predico sobre “la venganza” (Lc 4:16-30). Este
encuentro genero crisis.
2). Zaqueo, marginado religioso y moral, fue atraído por
curiosidad y su encuentro con Jesús generó una crisis. Descubrió que la
verdadera pobreza esta en cerrarse a los demás siendo rico y que la verdadera
riqueza está en darse a los demás y servir a los otros con lo que se tiene. Tal
vez, la estatura pequeña sea una metáfora de la condición en la que se
encontraba. Este encuentro con Jesús afectó la visión que Zaqueo tenía sobre
las posesiones y los bienes materiales. Este encuentro afectó “negativamente”
sus finanzas, causo un detrimento patrimonial; provocó una conversión “financiera”.
Tal vez tuvo que vender uno de los dos camellos que había comprado, tuvo que
sacar a su hijo de la mejor escuela (tipo bilingüe) que había y tuvo que
renunciar a esas vacaciones familiares por el mundo del mediterráneo (Lc 19:1-10). Así, Dios “acoge a los victimarios para que
cambien; no los justifica ni pacifica, pero si los invita a restituir, a
recomponer la relación rota con sus hermanos, a quienes llegaron a convertir en
víctimas y sufrientes de sus acciones”[1]. Me
imagino la cara de los religiosos, los hipotecadores
de Dios, al escuchar decir a Jesús que este publicano “recién convertido” y que
acababa de dar muestras de su cambio reparando a sus víctimas… era ahora “hijo
de Abraham”.
3). El tentador por su parte, vive su crisis al encontrarse
con Jesús, vive su frustración al hallar en el desierto, en el alero del templo
y en el monte alto, a uno que no actúa de acuerdo a los patrones de éxito y
prestigio mesiánicos del momento. El tentador se encuentra con uno que tiene
una escala de valores distinta: que no se deja llevar por la “tiranía estomacal”
resistiendo instrumentalizar a Dios, de usar a Dios para su propio beneficio
como si no hubiese más horizonte que el material; resiste la idea de un mesianismo
con el prestigio de la espectacularidad apabullante en tomando el camino de un mesianismo
anónimo y oculto en el servicio desinteresado a la condición humana; se opone a
la idea de la misión hecha en “clave del menor esfuerzo” y negar así su
adoración a Dios como absoluto (Mt 4:1-11). Sin embargo el tentador frustrado
no se da por vencido, porque el mal tiene el talante de la terquedad: el seductor
se acerca a la cruz, contempla al rey herido, fracasado y le sugiere bajarse,
vengarse de sus enemigos, demostrarles a todos sus credenciales; pero que va, se
percata que el crucificado (por más crucificado que este) no sigue la lógica de
la venganza, no opta por la ley del odio sino que decide seguir amando y
perdonar. ¡Qué frustración! La tentación,
valga aclarar, se presenta como opción, como propuesta o alternativa al camino
de Dios, y no como una fuerza que limita nuestra capacidad de decisión. Como
lo expresaría Santiago: “el mal es resistible” (Sant 4:7).
4). Pedro por su parte, quien lloró amargamente por haber
traicionado a su maestro y amigo, sufre, después de haber escuchado el
silbatazo final, la crisis de saberse amado por su víctima, de saberse
convocado, en tiempo extra, a la misión mesiánica. Entendió que la vida no la
define un fracaso, que muchas pérdidas son catalizadores para las mejores
ganancias, que Dios sabe construir bellos edificios a partir de los escombros
y desechos (1 Ped 2:6); entendió que la cruz es el camino y no una opción. A Jesús
le había invitado a “evitar la cruz”, tiempo después, ya viejo y gastado con el
paso de los años y liberado por la dinámica del perdón y la misión, le escribe
a los suyos diciéndoles que asuman la cruz, que no la eviten; que la
cristología sufriente y solidaria debe dar como resultado una eclesiología sufriente
y solidaria (1 Ped 2:21). Y es que el encuentro con otras personas es fuente de
luz, fuente de sentido porque el otro siempre está ante mí de modo apelante. Ahora,
lo único que hace posible una eclesiología sufriente y solidaria para una sociedad que llora y gime a causa de
la destrucción entre hermanos, es volvernos a sentar a los pies del Maestro de
Galilea, aceptando el desafío de ser convocados (como Pedro) hasta allí, escuchar
su voz y retomar su Evangelio como agenda de existencia humana. Debemos caminar
animados por el mismo Espíritu que lo guió a Él. Eso es posible porque partimos
de su promesa y no de nuestros anhelos frágiles. Así experimentaremos la
renovación, esta tiene que ver con devolver la esperanza quebrada, recordar los
sueños olvidados, resucitar la alegría enterrada, es que el Espíritu sople de
nuevo sobre este valle de huesos secos y levante otra vez un poderoso ejército
al servicio de su reino. Continuará.
[1] LUCIANI, Rafael. Regresar a Jesús de Nazaret: conocer a Dios
y al ser humano a través de la vida de Jesús. PPC- Madrid, 2014, p. 34.