Descubriendo el rostro de Dios (2)
Apuntes para una espiritualidad comunitaria y amorosa
1 Jn 4:7-21
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Caballero 109
Ahora, la fuerza de la prueba del amor de Dios,
según Juan, no es etimológica, sino cristológica
(B-B’). No está en la elaboración de un concepto a partir de una palabra, del término griego para amor por ejemplo
usado aquí (ágape), sino en la toma de una decisión concreta, en un momento
histórico puntual y con escenarios religiosos y políticos específicos. Dios
expresó su amor en un acto concreto de su voluntad; envío a su hijo para la
liberación de nuestra condición pecaminosa; de esta manera, la fuerza no está
en el sustantivo (amor) sino en el verbo (envió). Juan usa una expresión con
una fuerte carga teológica y salvífica en la Biblia: propiciación (v.10). La
propiciación o expiación implica encuentro y des-encuentro (Ex 25:17-22; Lv 16).
Encuentro con Dios por su iniciativa y des-encuentro con el pecado porque la
relación dañada es restablecida. La liberación del pecado hace al hombre
depositario del amor divino y lo posibilita para amar. Aunque la idea del
derramamiento de sangre para el perdón de pecados, implícita en el concepto de
propiciación, pueda sonar repugnante para nosotros hoy, debemos tener en cuenta
al menos dos asuntos: 1). En las categorías del AT para este asunto no hay
contradicción entre propiciación y amor; 2). La sangre, no es sangre que Dios pide
de nosotros, es sangre que el provee para nosotros.
La
prueba reina de que el amor de Dios se ha perfeccionado o está completo en la
comunidad Juanina es el hecho de la confianza en el día del juicio porque se
vive amando como Dios lo ha hecho (Cp.
Jn 13:1; 19:30). Ahora la relación con Dios no se fundamenta en el temor sino
en el amor. El temor y el amor son dos realidades excluyentes. Las relaciones
de quien ama se basan por consiguiente en la confianza; las relaciones del
que no ama se basan en el miedo, y el
miedo de un castigo. De esta manera Dios deja de ser amenaza y también “el
otro”. El temor imposibilita el hecho de ser amados, quien teme cierra todas
sus puertas y se vuelve ermitaño: las relaciones del temeroso siempre estarán
marcadas por la prevención y el proteccionismo. El temeroso tendrá siempre una
imagen fragmentada y caricaturizada de Dios y de su prójimo. La iglesia existe
por un acto de amor (“él nos amó primero”) y su misión es amar: este es un amor
costoso porque implica entrega, renuncia; no se complace con el pecado pero abre
caminos para la redención. Pero para comunicar esto necesitamos corregir
nuestras ideas de Dios, “necesitamos sentir que Dios nos ama y nos acepta como
somos: seres humanos limitados, es imposible alcanzar esta comprensión de la
aceptación profunda de parte de Dios si lo concebimos como un gran ojo acusador”[1].
Cuando hablamos del amor y de la misericordia de Dios, debemos entender que
Dios ama y perdona de maneras que sobrepasan nuestro entendimiento (Is
55:9-10).
En
el centro de nuestro texto encontramos dos asuntos importantes (C). El primero tiene que ver con la
siguiente idea expresada: “a Dios nadie le ha visto jamás” (v. 12a), e inmediatamente
continúa “…si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros”. La idea aquí
es profunda y revolucionaria, porque el amor se concreta cuando lo vivimos;
Dios solo es conocido en la medida en que amamos. Amándose unos a otros la
comunidad Juanina va tejiendo, construyendo el rostro de Dios. Lo más parecido
a Dios es una comunidad que se construye en amor, allí Dios está presente. Dios
permanece, mora, habita en la comunidad, se hace presente por su Espíritu. La
señal que la habitación recíproca, moramos en él y él en nosotros, es que nos
ha dado su Espíritu (v.13). Este lenguaje es el lenguaje de la alianza de la
cual habló Ezequiel: “Y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Ez 37:27).
Esta alianza iría acompañada del don del Espíritu puesta en el corazón de los
creyentes (Ez 36:26-27); y en los días de su cumplimiento, los días de la Iglesia,
el don del Espíritu confirma esta reciproca comunión entre Dios y el cristiano.
San Agustín afirmó: “interroga tu corazón: si estas lleno de caridad, tienes en
ti el Espíritu de Dios”.
Es
curioso que todo este texto aquí estudiado, se encuentra en medio del llamado a
creer y a confesar a Jesús el Señor (4:2;5:1), que tenía que ver en primer
lugar con, en contraste con los gnósticos, el hecho histórico de la
encarnación. Pero también creo que el texto nos invita a evitar la tentación de
quedarnos simplemente en la mera confesión y afirmación doctrinal y racional. Los
gnósticos afirmaban que conocían a Dios mediante el esfuerzo de la razón. Diríamos
hoy conocer a Dios con la cabeza, con la mente. Esta es una característica típica
de la filosofía griega, pero para el pueblo de Dios conocer significa
experimentar concretamente. El conocimiento se da por el contacto, por el
encuentro y la confrontación. A Dios se le conoce por la razón y por la emoción
de experimentarle en la comunidad de fe. A la luz de esto es inconcebible la
idea posmoderna, confesada por algunos sectores de la iglesia, que dice “que el
mundo ama a Dios, pero que mira con sospecha a la Iglesia”. Esto merece una
reflexión profunda desde la misiología y la evangelización contemporáneas. Pero
el texto nos invita a revisar las lógicas internas del poder en la iglesia, la
forma en la que la iglesia está siéndolo. Parece ser que las relaciones no están
mediadas por el poder del amor sino por el amor al poder. Dios y el otro se han
instrumentalizado, necesitamos seguir tejiendo el rostro de Dios a la manera de
Juan. Fin.
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